Raúl Trujillo Ospina

Desde que lo botaron del trabajo, el tío Jerónimo ha adoptado unos comportamientos antes no usuales en él. La prima Patricia dice que lo ha visto gesticular frente al espejo. La Tía Viviana dice que se levanta en las madrugadas a fisgonear en la nevera para sapotear los mantecados de leche que están para la venta. Su mujer dice que se la pasa prolongados minutos taladrándose la nariz con el índice. La verdad, a mí no me consta nada de esos rumores. Lo que sí puedo afirmar, es que lo he visto taciturno, casi triste. He visto a otra persona. Siempre enérgico y dicharachero, ahora luce gris, con la mirada esquiva, como si le pesara cargar con una vergüenza difícil de ocultar.

Algunos vecinos ya lo tildan de loco —bueno, ya se sabe cómo es la gente que prejuzga—, pues han notado que camina por el barrio cabizbajo mirando un pedazo de plástico que carga entre sus manos, haciendo el ademán de digitar sobre él mientras sonríe. Este último aspecto si lo he corroborado porque le he visto hacerlo dentro de la casa; pero cualquier cosa me la creo, menos que haya perdido la cordura.

Hace unos meses, era el más competente en la envasadora de café. El primero en llegar y el ultimo en irse. Adoraba su empleo. Le armaron un chisme relacionado con el extravío de un dinero de la tesorería que llegó a oídos del supervisor y luego hasta gerencia. Además, le han advertido que una investigación en su contra está en curso. Han dado mayor crédito a una caterva de envidiosos, que a los veintisiete años de compromiso incondicional que el pobre tío Jerónimo les brindó. Ha experimentado la humillante condición del desempleado promedio en un país indolente, como rayar clasificados engañosos y llevar hojas de vida Minerva de un lado a otro. Es increíble para alguien que tenía un cargo respetable y de repente, sentirse como empezando desde cero. Lo del caso del misterioso plástico que lo mantiene absorto, creo que lo he resuelto.

El tío Jerónimo ha llevado su mayor manía de desocupado a niveles superlativos. Cada semana compra un rollo de aquellas famosas envolturas de burbujas con las que embalan los artefactos tecnológicos. Según él, estallar aquellas bombitas le ha sido de mucha utilidad, acto al que ha denominado con pomposidad como “La Terapia Alveolar”, por el nombre científico de dicho material industrial: Film Alveolar. Admito que a veces me siento tentado a darle la razón a los metiches vecinos que afirman que está fuera de sus cabales. Ya no puede vivir sin esos plásticos; bien sea en el bus, en la sala de espera de un consultorio odontológico, mientras ve televisión, cuando toma cerveza con los amigos, al acostarse y levantarse de la cama, o contemplando anaranjados atardeceres desde el balcón, percibimos el característico sonido del aire comprimido escapando de las diminutas burbujas que delatan su presencia.

No culpo al tío Jerónimo por su nuevo vicio. Si él dice que se siente mejor estallando bombitas de alveolar mientras encuentra soluciones a sus problemas, pues le creo. Sinceramente, ha logrado contagiarme, doy fe que es adictivo este “desestresante”. Hoy lo ha llamado el gerente de la envasadora, le ha comunicado que se presente mañana a primera hora. No le ha dado mayores detalles, tal vez quiera devolverle el empleo de toda su vida y de paso, darle una disculpa al percatarse de que es un trabajador irremplazable.

No estoy seguro si la Terapia Alveolar del tío Jerónimo tenga algún efecto práctico. Lo que, si me parece un hecho, es que lo salvó. Quizá alargó la agonía como único conducto para hallar la recompensa al final del túnel. El secreto no estaría en la acción como tal, sino, según él, en la casuística que le es innata. Al respecto, solo unos pocos logran ser conscientes de ella al descifrar la existencia de una escala de presión, que procura de que cada estallido supere en pericia al anterior, logrando un intervalo tonal. Esto conlleva un grado de exigencia en asertividad por burbuja tomada al azar, experimentando una satisfacción momentánea hasta repetir el ciclo de nuevo. Acá entre nos, esto me parece una retahíla de mierda y no creo que tal “tesis” aplicada a la vida cotidiana, funcione con todo el mundo. Prefiero pensar que el tío Jerónimo es un Don Quijote, que sabe lidiar con molinos de viento.

Raúl Trujillo Ospina (Colombia). Bibliotecólogo e ilustrador.

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