
(DES)APARICIONES
Hace mucho que desaparecimos, eso lo sé, pero ¿por qué seguimos aquí? ¿Cómo es que seguimos existiendo en esta oscuridad en la que no somos nada? Nada… salvo palabras. Sí, estas cosas, si es que algo son, son lo único que somos: un incansable montón de palabras. Aún recuerdo cuando teníamos apenas unas cuantas, esos días de luz en que el mundo era mundo sin que hiciera falta nombrarlo. Pero ahora, en esta oscuridad, se multiplican con una facilidad increíble, y lo que es peor, nunca nos parecen suficientes. Tal vez por eso es que seguimos aquí, porque no paramos nunca de inventarlas, porque no dejamos nunca de contarnos nuestra historia, una y otra vez, y de existir así en el recuerdo de eso que fuimos antes de que se apagara el mundo.
Todo comenzó, diría yo, cuando desapareció el sol. Por fortuna, para entonces recién habíamos inventado el fuego, y en adelante no hubo en el cielo más días, ni alumbró en la tierra otra luz que la del mismo fuego. A ninguno de nosotros se le ocurrió preguntar por qué el sol jamás volvió; por qué, después de una noche cualquiera, no siguió el amanecer. Tal vez alguno lo pensó, pero nadie supo decirlo en las pocas palabras que teníamos entonces, o tal vez estábamos tan maravillados de poder contar con nuestra propia luz, que la ausencia misma del sol no nos pareció tan temible.
Resulta curioso que fuera justamente el díalo primero a lo que le pusimos un nombre, uno que ninguno de nosotros volvió a pronunciar. Aun así, no resultó tan difícil acostumbrarnos a vivir rodeados de oscuridad, siempre en torno a una enorme llama que, más allá de darnos calor, era lo único que nos separaba de la nada. No nos permitíamos acercarnos demasiado a ella, a no ser que fuera para alimentarla, pues nuestra necesidad de aquel fuego era casi tanta como el temor que nos infundía. A veces crecía casi hasta doblarnos en tamaño, y no era raro sorprendernos allí, embelesados, viendo la flama sacudirse con un viento que parecía venir de todas partes, como arrojado desde el vacío. Aquella luz llegó a deslumbrarnos tanto que poco a poco nos fuimos olvidando de todo lo que había más allá, eso que alguna vez conocimos y que ahora la oscuridad insistía en desaparecer, tal como había desaparecido ya la luna y las estrellas, y la línea que a lo lejos dividía el horizonte, como si nada de eso hubiera existido nunca.
Comíamos cada vez menos de lo poco que nos quedaba, pues ahora nadie se atrevía a ir por más, y llegamos a reducir tanto nuestras raciones que, en algún punto, casi sin darnos cuenta, dejamos de sentir hambre. Pero el fuego… a él había que alimentarlo, y cuando se nos terminó la leña arrancamos cada rama que pudimos arrancar, destrozamos los chamizos en que dormíamos, desgarramos cada hoja y le arrojamos todo, todo, y lo mantuvimos vivo, aunque solo eso nos quedara.
Nos olvidamos del tiempo, y sin él, nada más que el fuego nos podía faltar. Pero eso no evitó que más de uno decidiera marcharse, armarse de una antorcha y adentrarse en el vacío, tal vez para ver si más allá quedaba todavía algo del mundo. Cuando alguno se alejaba, nos quedábamos viendo su minúscula llama reducirse cada vez más hasta desaparecer del todo, y para siempre, ya que nunca más volvía. Se lo tragaba la oscuridad tal como se había tragado todo lo demás, y así entendimos que no había nada más, que nada quedaba salvo el fuego, y nosotros… y ellas.
No supimos nunca en qué momento aparecieron, pues lo cierto es que, cuando nos dimos cuenta, ellas ya estaban allí. Puede que antes las ignoráramos por alguna especie de temor inconsciente, o porque su naturaleza, a cierta distancia del fuego, nos resultaba inofensiva. Pero luego, cuando arrasamos con todo y nos fuimos acercando cada vez más a la luz, su presencia se hizo tan notoria que no hubo ya forma de ignorarlas. Dormían junto a nosotros y junto a nosotros despertaban; eran nuestro reflejo, pedazos de oscuridad que crecían desde nuestros pies y que por algún motivo nos seguían, a la vez que parecían moverse con el fuego.
Más tarde, cuando nada más nos quedó, ellas seguían allí, y no pudimos ya dejar de verlas, y nos dimos cuenta de que eran mucho más que un reflejo: eran criaturas hechas a nuestra imagen, pero que pertenecían al fuego, pues se movían con él y a él obedecían, mucho más que a nosotros.
No recuerdo si fuimos nosotros o fueron ellas las que comenzaron la danza. De repente nos vimos bailando alrededor de la luz, a la par que el viento arreciaba y la llama se sacudía con violencia. Cada movimiento parecía improvisado, pues buscábamos seguirle el paso a algo que parecía seguirnos a nosotros, y sin embargo ellas nos dejaban siempre a la zaga, tan cambiantes como la luz misma que las transformaba. A veces nos veíamos exhaustos, pero no nos deteníamos… No, no nos deteníamos nunca hasta que ellas lo hacían, justo cuando el viento menguaba y la llama permanecía inmóvil, aunque fuera solo por un instante, pues la más leve brisa bastaba para sacudirlo todo de nuevo.
Así estuvimos durante un tiempo que no supimos contar. Necesitábamos seguirlas… Nos sentíamos atados a ellas, como si cada movimiento hubiera dejado de ser nuestro, como si no fuéramos más que una imitación, un artilugio de aquel mundo, un accesorio cuyo único fin era preservar la luz.
Nos consagramos tanto a ellas que su sola existencia llegó a importarnos más que la nuestra, y por eso, más que nunca, necesitábamos del fuego. Sí… lo necesitábamos aunque fuera solo para darle la espalda, y así poder verlas. Sabíamos que, sin él, la oscuridad lo inundaría todo y ellas dejarían de existir. Pero sin importar lo mucho que quisiéramos guardarlo, el fuego no nos duraría para siempre. Así, tuvimos que ver la llama reducirse cada vez más al no haber ya nada con qué alimentarla, y tuvimos que ver cómo el poco mundo que nos quedaba se iba apagando con ella. Llegamos a acercarnos casi hasta quemarnos tan solo para seguir viéndolas, pero no pudimos evitarlo, y ocurrió al fin. La luz se extinguió y no nos vimos más. Libres para no ver nada, para no ir a ningún lado. Libres para ser justo lo que ahora somos: un montón de palabras en medio del vacío.
Juan Pablo Ramírez Polanía (Colombia): Escritor, abogado y docente, con enfoque en la narrativa breve, cuento, relato y microrrelato. Tercer lugar en el concurso internacional de cuento de la Biblioteca Popular del Paraná (Buenos Aires, 2022), finalista en el XXXIII Premio de Cuentos Ciudad de Coria (España, 2023), primer lugar en las convocatorias literarias “Las mil y una noches” (2022) y “Oscuridad y Silencio” (2023) de Gold Editorial, mención especial del jurado distintos certámenes españoles de microrrelato y seleccionado en múltiples antologías literarias publicadas.

