
Estoy en una cafetería esperando a mi amiga Helena, profesora de literatura en la Universidad de las Artes. Acordamos vernos aquí para platicar acerca de mi poema Discordia.
¿Cómo mejoro el poema? ¿Está completo siquiera? Son las preguntas que me impiden estar tranquilo y que trato de olvidar leyendo el menú repetidas veces. Luego se me ocurre, que así ha de ser la vida del poeta, inmersa en ansiedad, por lo que me resigno a revisar mi texto, saco la libreta y leo el primer verso: «¡Oh, diosa de mármol! Asómate al jardín y desafía la burla de la paz: el silencio». Enseguida vuelvo a cuestionar mi potencial poético y considero comenzar el texto desde cero. Para tranquilizarme, rememoro lo que aseguró Helena alguna vez: «Solo la poesía puede capturar la fugacidad». Uso esta frase para convencerme de que en la literatura la certeza es una ilusión, que no importa si dudo de mí u olvido por qué escribí lo que escribí, ya que las personas somos, de alguna manera, seres fugaces también.
Después leo mi segundo verso: «Protege del caballo en llamas a tu árbol de manzanas»; y me reprocho haber escrito un poema abstracto y visual a la vez pese a que prefiero los abstractos, pero se me ocurre que, si Discordia es leído en un mundo donde no existan los caballos, las manzanas y el fuego, se tornará abstracto en su totalidad, y eso me basta.
Claro está, para que el poema tenga la oportunidad de demostrar su potencial estremecedor primero debe salir al mundo, para esto, la ayuda de Helena es esencial: toda lectura aprobada por ella tiene el éxito asegurado.
El llanto de un niño rompe mi concentración. Prefiero no pasar a mi último verso hasta que llegue Helena; intento distraerme, esta vez, escuchando conversaciones ajenas, pero mi mente las desecha.
¿Por qué demoras tanto, Helena? Me pregunto luego de llamarla varias veces al celular sin obtener respuesta. Debe estar ocupada, me digo con el fin de alentarme y no dejar germinar la idea de que me ha olvidado.
Salgo de la cafetería, esta salida parece más un escape de esperarla, porque esperarla me está volviendo loco. Camino sin destino fijo mientras figuro qué hacer, resuelvo ser imprudente y tomo el bus que va por su casa. En el trayecto, me avergüenzo por lo poco dispuesto que estoy a continuar el día sin saber qué opina de Discordia.
Bajo del bus y camino unas manzanas hasta su casa. Presiono el timbre hasta que se asoma a la puerta una mujer despeinada y desorientada. Detrás de sus cabellos creo ver un rostro familiar y no la reconozco hasta oír su voz, es Helena.
—Guillermo, ¿eres tú? —pregunta mientras frota sus ojos; la casa está a oscuras.
Le pregunto por qué no llegó a verme a la cafetería. Responde que ha estado bastante enferma y que no se ha levantado de la cama en todo el día. Se disculpa por no haberme avisado.
Resisto la tentación de interrogarla acerca de Discordia, me limito a desearle una pronta recuperación. Nos despedimos y antes de cerrar la puerta vuelve a asomarse:
—¡Espera, Guillermo! Con respecto a tu poema, lo publiqué en la cartelera de la universidad, espero que no te moleste. En cuanto me cure podemos reunirnos para hablar, adiós. —Y cierra la puerta definitivamente.
Mantengo la compostura hasta alejarme de su casa, después me pregunto: ¿Quién le dio el derecho de publicar mi poema inconcluso? Me siento enojado, y, sobre todo, traicionado.
Llego lo más pronto que puedo a la Universidad de las Artes para rescatar mi poema. Adentro hay mucha gente, pero centro mi atención en la cartelera; me acerco con rapidez, y cuando estoy a punto de llegar, un chico que miraba concentrado la cartelera se voltea y declama en voz alta: «Y antes que el diluvio de sangre fulmine la discordia, Afrodita, pregunta al cielo si el perdón ya no existe». ¡Ese es el último verso de Discordia!, exclamo para mis adentros, y de inmediato, vuelvo sobre mis pasos. Aquel hecho extraño me conmueve porque en mi poema original jamás digo «Afrodita», ese nombre lo añadió el lector según su interpretación del poema.
¿Mi poema es mío? Es el nuevo dilema que me invade. Tal vez lo fue hasta antes de compartirlo con otra persona, es la única respuesta que encuentro. Ahora pertenece a los lectores, depende de ellos mejorarlo y completarlo.
Salgo de la universidad y camino sonriendo hacia la cafetería. Estoy agradecido con Helena, su atrevimiento me ha dado paz momentánea.
Ya frente a una mesa, comienzo a pensar en un nuevo poema y el sentimiento de ansiedad retorna, solo que ahora, me congracio con él.

Gabriel Martínez Barre (Ecuador, 1992). Ingeniero mecánico. Fue uno de los ganadores del IV Certamen Literario “Orellana lee”. También fue uno de los ganadores del Concurso “Derivas Urbanas” de Bahía Blanca. Cuentos suyos están por publicarse en dos antologías mexicanas. Ha publicado en revistas de Argentina, Colombia, Ecuador y España.
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