
Cuando yo tenía unos cinco años, vi desde el umbral de la puerta de la cocina un programa sobre África y su fauna indomable. Mi abuelo y mi padre, sentados en el sillón de la sala, se hacían comentarios de acuerdo a las escenas. Y he aquí una que recuerdo muy bien: se mostraba un antílope muy bello, reunido con los demás de su especie, pastando tranquilamente en la sabana. Lo acosaban continuamente las cámaras, y con mucha atención, ya que según la narración era el más fuerte y veloz del grupo; sin embargo, destilaba una gracia y encanto tal que enseguida cautivó mi interés. En contraste, un león hambriento observaba pasivamente a que la horda se dispersara. Desde su escondite, su grande y poderosa mirada reflejaba lo que inevitablemente sería su presa: el antílope protagonista. Inmediatamente imploré para mis adentros que se fuera, que huyera por su vida y se reuniera con sus hijos, padres y hermanos.
Mi estómago se retorcía en el flagelo de la espera del antílope distraído, quizás adrede para mantener el interés de los espectadores. El león por su parte, hizo a continuación el tan previsible movimiento: arrancó en tremenda velocidad hacia el antílope, ubicado furiosamente en su radar animal, y éste, un par de segundos después de su predador, estiró sus prominentes patas hacia adelante del grupo iniciando así la persecución. Las cámaras filmaban los arañazos y los intentos del león por encimarse hacia el antílope. Era tan seductor el drama, que casi no percibí una figurita pálida reposada en mi hombro derecho. Tenía sus absortos ojos como los míos pendientes de la faena. Quise gritar del susto, pero recordé que, a esa hora de la noche, ya debía estar en mi cama muy dormido, y no quise despertar la furia de ambos señores de la casa, que combinada era igual o peor a la del león cazador.
Finalmente, y como era de esperarse, el antílope sucumbió ante los ataques de su enemigo, y exhaló los últimos gritos de dolor hacia sus compañeros mientras desgarraban sus entrañas. Una pesadumbre me invadió de inmediato, la sentí en el cabello con el peso de un sombrero, y cuando estiré mi mano para sacudirlo, encontré otra figurita entre mis dedos azulada, con ojos igual de grandes pero caídos y muy profundos. En ese momento, alguien del sillón se levantó, y corrí con el mayor sigilo posible hacia mi cuarto, con las siluetas de ambas personitas siguiéndome exhaustivamente. Se instalaron conmigo ahí, una muy cerca de mi panza y la otra en mi coronilla: fue así como conocí a Angustia y Pena.
Eran mellizas, y jamás me abandonaban. A pesar de que no tenían bocas, eran muy expresivas con sus movimientos y gestos, además de que, en cada ocasión importante, parecían cambiar sus formas. Mi gato “Mishu” prácticamente las tenía entre ceja y ceja. Siempre que cenaba o reposaba en mi cuarto, no les perdía el rastro, y se quedaba quieto siguiéndolas fijamente. Había momentos en los que las espantaba y éstas cambiaban de lugar: entonces sentía una pesadez asfixiante en mi estómago, y mareos debilitantes en la cabeza. El día en que murió, ambas acompañaron mi pequeño homenaje en el patio trasero, en el hueco que yo mismo abrí como pude y donde fue a parar. Angustia se mostraba casi transparente y lozana, con su largo cabello rizado haciéndome cosquillas cerca del ombligo.
Por su parte, Pena se afirmaba segura en mi frente, rodeando la circunferencia de mi cara con sus largas y sedosas vestiduras.
La escuela era solamente otro escenario en el que aquel par hacían de las suyas. Una vez, en el examen final de matemáticas, logré esconderlas dentro del pupitre junto con mi maletín y los libros, bajo la amenaza de que cualquier elemento de ellos sobre la superficie, anularía la prueba y conduciría a la pérdida de la materia. Me costaba mucho estudiar. Siempre me dejaban mareado los revoloteos de Pena sobre la lámpara de la mesa de noche cual mosca a la luz, y de Angustia queriendo manejar el lápiz, y haciendo tachones a medida que escribía mis apuntes. Cuando a mitad del examen, el profesor advirtió la cara en blanco de su alumno al igual que el de la hoja de respuestas, vino hacia mi lugar con una actitud imponente. De inmediato, fui testigo de cómo desde una rendija del viejo apoyo, Angustia traspasaba desfigurándose para salir, y asentándose en la barriga tan fuerte, provocó un nudo triple en mis tripas. El resultado: no sólo el cero de la calificación, sino una hoja manchada del pobre desayuno que había merendado en la mañana. “Ya estarán contentas” les murmuraba yo, sacudiendo el trapeador destinado al aseo de todo el salón como castigo, a las criaturas que apenas me dirigían miradas burlescas.
Y así, en el agotante trasegar de la vida, mis consortes se volvieron cada vez más frecuentes. En el funeral de mi abuelo y mi padre, vistiendo largos paños negros, envolvían mi ser de un tamaño tal, que juntas parecían agentes de seguridad privadas: así de imponentes y poderosas las sentía. En el colegio, siempre que no tenía con quien hablar o salir a razón de impopularidad, degustaban la sal de mis lágrimas con tal placer jocoso, que sonreía y me divertía verlas. Y cuando luego de 30 años de trabajo monótono en una empresa de zapatos, el jefe reemplazó mi puesto por una máquina automática de bajo costo, estuvieron ahí para echarme en la cama y reposar tranquilamente en mi regazo, mientras yo agonizaba en silencio.
Y he aquí que una mañana, desperté sin ellas. Se sentía raro, vacío. Busqué sus cuerpos hasta donde las pocas fuerzas me lo permitieron. Volví a tumbarme en mi lecho. Las imaginé cándidas, divertidas jugándole impases a los profesores, alumnos, jefes y demás muchedumbre que inevitablemente viven día tras día lidiando con aquel par.
Una nueva compañera había llegado hasta mí. Su aliento nacarino emanaba efluvios de todos los colores e imágenes. Bailarinas enmascaradas me enrollaban con los tentáculos abiertos, seductores: era el espectáculo itinerante de la Muerte.

Andrez Ramirez (Popayán, Colombia, 1991). Estudiante de diseño visual. Transforma pensamientos y actitudes en expresiones gráficas, palpables. Escribe únicamente cuando las voces se lo dictan, entonces en ese sentido es, meramente, un traductor.
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