
EL ESQUELETO
Mientras en mi mente
no dejaba de resonar
un ritmo beatlemaníaco,
el día se ponía más grisáceo,
se dejaba entrever la neblina
que se metía entre los pliegues
del silencio de los cuerpos.
Y aunque el día del clima
se acentuase en los colores,
el esqueleto interno
se agitaba entre la niebla,
casi bailando.
Percibía el olor profundo
de flores odoríferas,
y a lo lejos,
a un río soltando su canción
entre las rocas.
Pensaba,
en la extraña caída
de la enredadera de jade,
en el frío:
el punto intermedio
de los ecos con el espacio.
Fumaba,
tormentas de ceniza,
baños de humo,
¡tanta nadería dispersa
por el mundo!
VARIABILIDAD GITANESCA
El día presentaba altos tonos caleidoscópicos:
si se dirigía la mirada hacia el exterior,
lo exterior se volvía un espejo
que reflejaba a otro espejo,
a algo más que era eso que se veía
y era a la vez un dibujo:
la intuición de otro plano.
Fue con esto en mente que
puesta la lupa en lo heterogéneo
todo pareció adquirir
los contornos de lo poemático
y no ya de una desagradable facecia.
Sin volverse trascendental,
diría que el hombre mantiene
unos lentes con los que mira hacia afuera,
pero quizás, y solo quizás,
podamos mudarnos de gafas
y dejar que las cosas sucedan
presentando una alta variabilidad gitanesca.
EL COLOR DE LOS DÍAS
Me tendí sobre el suelo y observé el azul.
El viejo sol, compañero eterno de sentires profundos,
se asentaba en la bóveda celeste,
y yo pensé en cómo conjurar el sentimiento
de un color amarillo posado en los huesos del alma:
era a su vez la pregunta de cómo sacar de adentro,
en forma de verso,
un recuerdo,
un pesar,
un nombre
que se refería a espacios que estaban más allá del tiempo,
más allá incluso de lo tangible,
quizás,
un campo de trigo de Van Gogh,
una tarde en un pueblo Colombiano,
una nostalgia de un viaje,
un amor detenido en el mes de abril.
Y me llegó volando la tarde en la que aquel Nadie
mientras conversábamos de las mujeres y de las calles
soltó su retó a la eternidad:
“El color de los días está mediado
por los profundos fantasmas que cargan los hombres:
el corazón del hombre es insondable”.
UN CONJUNTO
Una habitación presenta un conjunto de elementos singulares:
un pájaro speed con su banda de corazones maleantes,
un absurdo —no, muchos sueños, tristezas y realidades—,
un montón de botellas de licor sin marca ni nombre,
una coordenada del trópico de capricornio,
un Mr. tambourine man de madera,
unos campos de trigo de Van Gogh,
unos pensamientos de un viejo,
un muro —no, muchos muros—,
un continente sumergido,
un disco de blues,
una desconexión,
un barco ebrio,
un sueño,
un juego,
un viaje,
un río,
en fin,
un conjunto de imprecisiones,
otros mundos.
EL CLIMA Y LA NOCHE
Entre el céfiro y el agua
se desató el chubasco:
todo se dió en el mismo lugar
donde una luciérnaga guardó
el destello de una estrella fugaz,
donde un grillo profuso de verde
danzó y cantó entre el rocío de las hojas.
Pesadas gotas de agua
se estrellaron contra mi ventana
guiadas por el revoloteo rumoroso del viento,
y en medio del concierto de los círculos de lluvia
la cerrada oscuridad de la noche se cernió
sobre los párpados del día.
UN POCO DE BLUES
“Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza”.
—Instrucciones para llorar, Julio Cortázar.
Lo primero es sonreír ante el rasgueo
y a medida que las notas
se van riendo de la vida,
reírse uno con ellas:
reírse de la certeza de la incertidumbre,
y del tiempo pasando entre las manos,
reírse de la ironía de la piel en que se habita
y del mundo que bien podría ser un espejo,
reírse de la contradicción de las inexactitudes
y de una playa llena de tristeza,
reírse ante los pájaros negros que se posan
sobre los cementerios
y de la desolación inscrita en el cuerpo del mundo,
reírse de la locura
y de la risa que es otra locura,
reírse,
y tratar de no insultar al llanto con su
paralela y torpe semejanza,
reírse
y seguir riendo,
hasta que no importe sino la risa.
UNOS RETAZOS
Anteado,
color de lo ulterior,
alcorque del árbol onírico,
cacofonía,
eufonía a destiempo,
enredadera de muertos monumentos,
vorágine
tan parecida al caótico viento,
tan parecido a la vida,
ya parece un valle
con solo piedras grises,
con solo un río,
con solo un hombre,
y a mí me gustaría que pareciese una selva.
Le doy rienda suelta a las intermitencias,
a las imágenes que desfilan por mi mente,
no sabiendo muy bien
de qué va todo este camino
que va hacia ninguna parte,
y ahora veo a ese Sísifo incomprensible,
al absurdo que se posó en otrora sobre mi rostro.
¿O era la realidad?

Andrés Felipe Tamayo Arango (1999, Colombia). Poeta. “Empecé a leer en la secundaria y desde entonces he trasegado por multitud de lecturas: la calle me ha dado perspectivas imposibles y necesarias, espacio de desconexiones un tanto poéticas y un tanto macabras, me ha acercado un poco a lo que podríamos llamar lo humano. Mi constante relación desde que era un niño con la naturaleza y los contrastes que podía encontrar con la ciudad me han dado otra consciencia”.
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